lunes, 24 de junio de 2013

Canallas y descafeinados.


            De todos es sabido (por publicaciones en Facebook) que no soy partidaria de esa igualdad de laboratorio por la que aboga la masa. No soy feminista, ni machista, pero prefiero un bombero a una bombera y una esteticista a un esteticista. Todo ello, que conste, desde el mundo de las ideas (porque si se me incendia la casa y me rescata la abuelita de Piolín, no seré yo quien ponga pegas). Hay cosas para las que estamos más preparadas naturalmente nosotras y otras que son más sencillas para ellos. Y el que discuta eso, es un memo. Se confunde lo comparable: por ejemplo, no se es más o menos inteligente por ser chico o chica, la inteligencia es la suma de muchas cosas pero no se encuentra entre ellas el género, es la habilidad para determinadas actividades la que viene definida por ese género. Y se acabó la discusión. A partir de ahí, sentirse ofendida, entre otras cosas, porque se hable en el masculino plural es una soberana estupidez.  Recuerdo una vez que iba a cenar con un chico. Como siempre, yo iba hablando (y, como soy chica, además estaba concentrándome en caminar con salero, pensando en si llevaba las llaves, apuntando mentalmente llamar a una amiga…). Al llegar al restaurante, enfilé con paso decidido hacia la puerta, levanté altivamente la cabeza para hacer una entrada triunfal, sonreí de medio lado a mi acompañante y me estampé de la forma más dolorosa, sonora y ridícula que puede estamparse una persona contra una puerta de cristal… Y yo la había visto, que conste, pero dí por sentado que el muchacho iba a abrírmela… Sí, sí,  lo que casi se abre es mi cabeza… Lo malo es que no es culpa de ellos.

            Somos más chulas que un ocho y, aunque puedan sospechar que no es más que una fachada, ellos se ven en la obligación de aparentar que nos apoyan en esas reivindicaciones y actuar en consecuencia. El temor a insultarnos siendo excesivamente caballerosos ha dado lugar a un “colegueo” que, desde el punto de vista de la amistad, es muy loable pero que, aplicado a tu pareja y/o pretendiente (que hay quien tiene las dos cosas) es muy poco sexy y nada estiloso.

            Los despistamos. Los dejamos perplejos. Y, si no consentimos que nos cuiden (lo necesitemos o no), algunos acaban cuidándose a sí mismos y caen en el extremo. No les permitimos ser hombres y corremos el riesgo de que alguno se nos quede descafeinado. Que tu amorcito sea el que más tarde en arreglarse de los dos, no es normal (salvo que se esté vistiendo de romano para las fiestas locales y siempre y cuando tú no vayas de lagarterana). Que, una vez arreglado, su pelo luzca mejor moldeado que el tuyo, no es normal. Y algo novedoso: que lleve más escote que tú, con un bronceado perfecto y más terso de lo que lo has tenido tú nunca (ni siquiera durante tu adolescencia), no es normal… Lo pobrecillos invierten todo ese primitivo instinto protector en sí mismos porque no encuentran receptoras agradecidas y, claro, en el momento exacto en que el Universo decide que tengas un ataque de femineidad  y necesitas sentirte mimada y protegida, los pillas desentrenados y son absolutamente incapaces de darse cuenta de que has pasado de leona, que caza y cuida a los cachorros mientras el rey de la selva se queda descansando para no despeinarse (los del National Geographic pueden decir misa: ese el motivo real) a gatita abandonada…. No es egoísmo: es costumbre. Yo aconsejo pedirlo directamente y no tener esperanzas de que se percaten ellos solitos (claro que alguno, aunque se lo digas, puede sospechar que es una trampa para descubrir si realmente te considera objeto de cuidados y se bloquee)…

            Chicas, lo estamos haciendo fatal: por ir de superwoman acabamos nosotras subiendo las bolsas de la compra, montando los muebles de Ikea, lavando el coche,  colgando cuadros… Si fuéramos un poquito más listas, ensayaríamos en el espejo el hacer “ojitos”, el movimiento de pestañas, el suspiro halagador. Si estuviéramos al resultado, sabríamos que da igual lo que piense el pobre peón, no importa que se crea más fuerte, al final, nos habrá ahorrado un esfuerzo innecesario… Nosotras sabemos que somos competentes y, de vez en cuando, para demostrarlo, podemos hacer un alarde de nuestra habilidad, pero el verdadero superpoder está en nuestra gran capacidad de inocente y suave "manipulación", con clase, con elegancia, sin dar pena.

            Nos vamos quedando sin hombres de verdad. Esperamos que sean sensibles y luego les perdemos el respeto cuando se pasan de impresionables. En realidad, basta con que sean comprensivos, es enriquecedor que nos den su visión masculina de las cosas (muchas veces más sencilla y, por ello, tal y como dijo Ockam, probablemente la correcta), no tienen que exagerar en su empatía: si él llora con una peli, puede parecernos tierno; si llora con todas las pelis susceptibles de lagrimitas, es un blando. Siempre… Lois Lane se enamora de Superman, no del panoli de Clark Kent (y eso que el mismo Superman roza la cursilería); en el Fantasma de la Ópera, yo habría elegido al fantasma; prefiero mil veces ser atacada por un vampiro de True Blood que por uno de Crepúsculo (y eso que a éstos últimos puedes usarlos de lamparita de ambiente, a poco que les dé un rayito de sol)… Todas las mujeres han deseado, en algún momento, que su enamorado tenga un arranque prehistórico, una vena canalla: el Príncipe tiene que luchar contra los dragones y rescatar a la Princesa. Estaría feo que la Princesa le diga: “Oye, que si no salgo es porque no quiero. Soy muy capaz de salvarme sola. Y, por favor, una vez que lo haya hecho, no me bajes el puente levadizo, que ya puedo yo….” Eso es lo que dice pero, si es una verdadera Princesa, no es eso lo que quiere… Y peor estaría que el Príncipe le grite al torreón: “ Guapita, que como tengo claro que tú puedes, ya te espero aquí, que no se ensucie mi caballo blanco”… Y los que dudáis, recordad que todos encontramos lógico que Fiona eligiera a Shrek….

 
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