martes, 14 de enero de 2014

Hechizando al ceniciento.


A mí me gusta la gente. Creo en ella individualmente. La masa me produce cierto repelús pero cada persona, considerada en sí misma, es un fantástico misterio. Por eso me asustan las generalizaciones,  las entiendo si las considero un instrumento para moverte en la vida cuando no tenemos los datos concretos, pero no comprendo que sean dogma de fe. Y el problema es que, cuando no tenemos opinión, nos aferramos a la idea general que nos parece más cool y ahí nos aposentamos. Hoy he afirmado rotundamente, cuando he llegado al trabajo y he visto que había desaparecido el árbol de Navidad, “¡¡¡Qué lástima que haya acabado, con lo que me gusta a mí la Navidad!!!”. Enseguida me han aplacado: “La Navidad es un asco”.  Normalmente, lo dejo pasar, pero me ha pillado en Martes, día dedicado al Dios de la Guerra (sucia, he de decir, que la divinidad que vela por la Guerra Estratégica e Inteligente es chica. Minerva –Palas Atenea para los griegos-, para más señas) y le he preguntado por sus motivos. “Porque es una fiesta consumista, la gente se vuelve hipócrita”. Vamos a ver, alma de cántaro: realmente creo que lo que te sucede es que te parece ultraguay denostar la Navidad y utilizas razones un poco birriosas. En primer lugar, consumir no es malo. Derrochar es malo. Y eso depende de la inteligencia de cada uno. No es culpa de la Navidad si compras percebes y nunca te han gustado. En realidad, es gracias a la Navidad que compras esas gambitas rojas que te encantan porque el compartirlas con quienes más quieres compensa el gasto. En segundo lugar, ¿qué es eso de que el mundo se vuelve hipócrita?. Ya te lo digo yo: es complejo del que recibe amabilidad y no está acostumbrado. ¿Dónde está escrito que ser un borde y demostrarlo es mejor que disimularlo?. Ojalá todo el mundo disimulara su mal genio todos los días, igual descubren las ventajas de tratar bien a los demás.

¿Qué le pasa a esta gente que no le saca partido a nada?. Si van a la playa, no les gusta la arena, si comen en un tres estrellas Michelin, se quejan de que no les pongan lentejas, si se las ponen, las de su madre son mejores… Y lo malo es que lo comparten, no sufren en silencio, que diría aquel. Tengo comprobado que el que saca la pega, el que siempre te da la versión negativa de cualquier circunstancia es, además, el que menos debe hablar. Recuerdo que acababa de nacer Ariel y fui con él al despacho de una compañera. Cuando llegué, todos rodearon al niño (ríete tú de Belen) y le hicieron carantoñas. Una empleada de la oficina me preguntó su nombre y, cuando le dije Ariel, la secretaria de mi compañera, en un alarde de originalidad; exclamó: “¡¡¡Como el detergente, pobre!!!”. No tuve más que contestarle: “Tu hija se llama Elena, ¿no?”.

Alguien debería decirles que la vida son dos días, que aprender a apreciar lo fantásticos que somos sólo por ser nos hace mucho más divertidos y, que por lo menos uno de esos días hay que reir (siempre me viene a la memoria en estos casos una poesía de Víctor Hugo: http://blogs.20minutos.es/poesia/2009/02/21/te-deseo-victor-hugo/). Creo que estas personas, los aguafiestas profesionales, no se han dado cuenta de que se ofenden a sí mismos no reconociendo la magia que existe en cada uno. Todos somos superpoderosos. Yo tengo superpoderes. Así, como suena. Además tengo varios. No todos tienen porqué ser buenos (que se lo digan a la pobre Pícara que no sólo tiene que ver como Lobezno está coladito por otra, sino que no puede darle una colleja para llamarlo al orden porque lo mata), pero los disfruto todos.

He descubierto que mi presencia induce al suicidio de cuanta planta se halle a mi alrededor: no es que mueran, ya que ello conlleva un proceso que puede durar días. No. Las mías se suicidan. Puf. Automático.

Igualmente,  soy capaz de hacer desaparecer cosas. Este es un poder que no controlo aún porque, que yo sepa, se me ha evaporado, sólo en el año pasado, un pantalón de traje, una falda de lentejuelas (detalle importante porque brilla y es más fácilmente localizable), dos jerseys,  tres carnets de identidad, dos llaves, infinidad de libros (con estos tengo más habilidad porque suelen aparecer en las estanterías de mi hermana)… Y lo que me eleva a la categoría de genio: un coche. Claro que aquí discuto autoría con el señor de la grúa, que afirma que se lo llevó pero no sabe dónde se encuentra ahora. Al final, el juez decidirá.

Hay más: nunca me quemo con la comida (soporto temperaturas infernales), arreglo botones con imperdibles, no me desvela el Red Bull, leo a la velocidad del rayo (lo que lleva a que nadie me regale libros porque confunden velocidad con falta de disfrute y eso pasa en otros lares, no con la lectura), sumo tan rápido como leo, adivino los finales de las películas…

Estoy tratando de desarrollar otro: reconocer a los cascarrabias cenizos antes de que destilen su veneno. He pensado en preguntarles a ellos si tienen algún superpoder, para que se planteen su visión de sí mismos, para que busquen algo que los haga sonreir. Lo intenté con el Señor Anti-Navidad. Se lo pregunté. El hombre se volvió a mi compañera y le preguntó: “¿Está loca?”. Mi amiga le contestó, aguantando la risa: “Sí. Es un don que tiene”… Él se lo pierde pero insto al resto, a los que aún se pueden salvar que, cada vez que deseen hacer críticas no constructivas, quejas vacías, que se paren un segundo e imaginen una cualidad, que la eleven a la categoría de suporpoder y la compartan. Habrán dicho una tontería pero, por muy estúpida que sea, es preferible a la más inteligente mala baba.

Y es fácil. Una vez, viendo una peli de vampiros, a uno de ellos le apuñalan y la cámara enfoca a la herida, que sana milagrosamente. “Yo también tengo ese superpoder. mamá”, me dijo Ariel. “Sí, claro.”.- le contesté yo incrédula. Me miró muy serio y matizó: “Que sí, mamá. Yo tengo ese superpoder…. sólo que es más lento”… ¿Veis?.

miércoles, 8 de enero de 2014

Motivos para motivar (se).


           La gente siempre espera un buen final pero hay ocasiones en las que mataría por un buen principio. Como ahora. Tengo muchas cosas que decir y vanidad de sobra para esperar que lo leáis, pero sé que si no empiezo con fuerza, si aburro al principio, el resto pierde ritmo y ya no conseguiré que sonriáis. Y sí, lo confieso, a veces, por muy optimista que pretenda ser, me sale la vena mustia. Que conste que he utilizado el verbo “confesar” a propósito: en la era de la Ley L´Oreal (porque yo lo valgo), en la época del coaching, del tú puedes si tienes actitud, admitir que hay un hueco para un pensamiento negativo es pecado. Y no. Eso es tan pecado como sucumbir a la gula en Quique Dacosta: inevitable (fuerza mayor, lo llaman).
           Me encantan los mensajes positivos, soy una grupie de señores como Luís Galindo (http://www.youtube.com/watch?v=Z834cqQ0uTM) o Emilio Duró (http://www.youtube.com/watch?v=KPcweq5_vu8) pero todo con moderación, o mejor, con sentido común. La figura del “tonto motivao” (sin “d”) debería estar presente cuando damos un consejo a un triste y más aún, cuando nos hablamos a nosotros mismos. Haciendo mías las palabras del Sr. Duró: como le digas a un burro que puede saltar una valla de dos metros, cual corcel (esto es mío, es que soy una antigua), como lo motives y lo animes, se va a dar un tortazo de la leche. Lo malo es que, en el fondo y aunque a veces caigamos en la autoflagelación, en circunstancias normales ninguno ve sus propias limitaciones y, a la hora de alentar a otro, proyectamos nuestra soberbia en él para no sentirnos culpables por “sabernos” superiores y le señalamos: “Tú puedes, tú puedes” (bueno, reconozco que hay quien apoya a otros por pura bondad, pero me es imposible abarcar todas las posibilidades) y, a veces, simplemente, no puede. ¿Quién se ha abstenido de decirle a una amiga, un pelín contrahecha, que se ha fijado en el dandy del barrio, eso de “Nena, inténtalo…. ¿Qué puedes perder?. El `no´ ya lo tienes…”.? Pues no, bonita, el `no´ no lo tiene aún, sólo tiene la sospecha del `no´, que es mucho mejor que la certeza del `no´, en estos casos.

           Vamos a tener que reprogramarnos. Se confunde el hacer lo que te da la gana porque tú lo mereces con el optimismo, el estar triste o tener ansiedad o un pequeño bajón con ser depresivo. Lo primero es una gran estupidez que sólo te traerá problemas, lo segundo es una fase necesaria para equilibrar caracteres.

           No sé cuál es el secreto para ser feliz, sé lo que me funciona a mí: las pequeñas cosas. De hecho, últimamente, mi fuente de felicidad más frecuente es la tienda Gourmet del Corte Ingles: un día descubrí que habían traído un té que me encantaba de Whittard of Chelsea, otro Coca-Cola de vainilla, el siguiente golosinas divertidas. Seguramente, el señor que hay allí piensa que estoy chiflada pero como creo que, en ciertos momentos, acierta, no se lo tengo en cuenta. Esas alegrías minúsculas (provengan de los grandes almacenes, de la pizzería de Giovanni, del señor que me dice una lindeza sin venir a cuento, de haber hecho una amistad, de una tarta hecha para mí en la Masía de Chencho, de un accidente evitado, de un kilito perdido sin esfuerzo...) mejoran mi ánimo, me hacen más amable, mi trato con la gente mejora, me aprecian más y surgen mil oportunidades. Creo que esa es mi definición del optimismo: la capacidad para ver diminutos motivos de satisfacción en situaciones cotidianas. Una vez que aprendes a reconocerlos, a pararte a agradecerlos, a compartirlos, los días son mejores y atesoras momentos que te salvan en los malos, que los tengo y hasta los disfruto porque tampoco quiero convertirme en una Pollyanna (esto es de la misma época que el corcel), que el exceso de entusiasmo me produce una especie de vergüenza extraña parecida a la que me produce las declaraciones de amor ajenas.

           Una vez le pregunté a Ariel si era feliz. “Bueno, hace un rato lo era”, me dijo. “¿Ya no?”, le pregunté. Con un poco de sorna, me contestó: “Estoy estrenando videojuego e iba ganando. Así que estaba la mar de contento. Me has hablado, me he desconcentrado y me han matado. Ya no estoy contento. Pero no te preocupes, en cuanto dejes de hacerme preguntas trascendentales, seguro que recupero mi felicidad.”. Esa es la idea: la felicidad es sencilla.