lunes, 26 de octubre de 2015

SuperHada


Yo solía mandar en mi casa y mi palabra era Ley. Ahora lo único que ordeno son armarios y, aunque mi palabra sigue siendo ley, es Ley de Murphy: se ríen de ella descaradamente. Así que, haciendo alarde de autoridad, retrotraje este fin de semana el cambio de temporada que inicié en Abril del 2013 en mis roperos y que nunca acabo porque las estaciones se suceden más rápido que mis leves momentos de ama de casa y descubrí lo rara que es mi ropa, pero tengo un motivo: yo no me compro un vestido para las ocasiones especiales. Yo me compro vestidos especiales y creo las ocasiones. Así me encuentro a veces: en la panadería toda puesta de lentejuelas. Y no se hunde el mundo, no pasa nada. Esa soy yo, la que a veces se me olvida que soy. Y es que iba un poco despistada: estaba tan obcecada en “estar” bien que se me olvidó “ser” y, por regla general, soy mejor que estoy.

Hace poco, mi amiga Mariló me dijo que yo era de esas personas que no tienen miedo de salir de su zona de confort. Se equivoca. A ver, yo estoy en mi zona de confort, tumbada en el sofá, tan tranquilita con mi libro y mi red bull y, de repente, al muy canalla le da por atacarme con un muelle que me lanza al otro lado de la habitación. No es que yo decida salir, es que me echan. Y paso de estar tumbada a ir dando tumbos… A mí que no me vendan la moto: salir de la zona de confort es de idiotas (su propio nombre lo indica: confort) pero peor aún es querer volver a acostarte en un sofá que ya no sirve. Y así he estado yo estos meses de sequía de ”posts”, desubicada porque miraba alrededor y todo estaba a un tris de cambiar, pero no acababa de pasar. Todos conocéis esa sensación de que los problemas vienen juntos los malditos, de la mano y cantando fuerte, que tú los ves venir pero te acorralan (y nunca mejor dicho: te “acorralan” porque al principio te sientes un poco gallina ante ellos). A mí me produjo un estado un pelín catatónico, dejaba transcurrir el tiempo a la espera de acontecimientos. Eso acabó un día en que mi hijo pequeño me dijo: "Mamá, te veo un poco etérea últimamente”. Y yo, más que contenta, le contesté: “¡Anda, qué bonito!... Así como Galadriel, como un hada, como las diosas…”. Naturalmente, me aclaró: “No, mamá, no. Más bien como el elemento químico: anestesias de lo sosa que estás”. Ese mismo día me puse a escuchar rancheras de las peleonas, me compré cantidades ingentes de chuches para llevar al despacho, arrasé en la tienda gourmet del Corte Ingles con los manjares más estrambóticos, me subí a mis tacones más altos y me dediqué a sacar a pasear a la cruel animadora rubia americana que llevo dentro para que le plante cara a esos problemas, porque la única forma de sobrevivir a situaciones que no controlas tú, que no dependen de ti, es hacer chistes negros de sus consecuencias. Ya no me marean las circunstancias, ya no estoy pendiente de la realidad que cambia, ahora me fijo en mí, yo soy mi constante, aunque lo que quiera y lo que no, mis filias y mis fobias, cambien a cada momento, porque es mi forma de querer, de odiar, de ignorar, lo que permanece, lo que es inmutable (y quiero, odio e ignoro rozando la perfección, se me da fenomenal). Yo soy egoísta por el bien de la Humanidad, el mundo (mi mundo) es más feliz cuando me miro orgullosa el ombligo porque las emociones se contagian.
Y, además, guardo un as en la manga que, si todo lo demás falla, aparece: yo tengo un Don (y no me refiero a un mafioso italiano que paga todos mis caprichos). No. Me refiero a un Don Divino, de esos que los tienes y son superpoderes que hacen que la vida sea más fácil: yo soy capaz de conseguir que personas valiosas me aprecien. Hay quien vive mejor de lo que puede permitirse, pues yo tengo amigos por encima de mis posibilidades. Vosotros sabéis que mucha gente lleva estampitas de Santos en el bolsillo cuando necesita tanta fortuna que ha de encomendarse a un ser superior, ¿no?. Pues yo llevo las tarjetas de visitas de mis amigos… Cuando voy a tener un día difícil, sólo he de pensar en qué harían ellos en mi lugar y me sale de lujo el desafío. 
Ahora que me acuerdo de quien soy, esa que cuando la niego espera impaciente dando golpecitos con el pie para apartar a la gris y resurgir, la que se cree que puede brillar, que está convencida de que se mueve a cámara lenta en un anuncio perpetuo, la que se cae literalmente una vez por mes porque siempre llega tarde y va corriendo, la que tiene que llamar a su madre cuando, coincidiendo con algún eclipse de sol, necesita un cazo y no tiene ni idea de dónde están en su propia casa, ahora que tengo claro que ese es, al menos, mi yo favorito (no es el mejor, ya os lo digo, pero es el que me hace sonreir), voy a cultivarlo, a mimarlo y, si los problemas van llegando, mutando o bailando una sardana, voy a convertirlos en pasaportes para transformar mi vida en otra más parecida a mí, más compatible. Y, cuando no pueda más, cuando crea que corro el riesgo de olvidarme, repetiré como un mantra los versos de Ajo:
Ayer me pilló Hugo haciendo aspavientos mientras escuchaba Nessum Dorma (yo paso de las rancheras a las arias con absoluta impunidad), así que me preguntó: “Mamá, ¿estás bailando ópera?” Naturalmente, le contesté que no, que lo que yo hacía era “interpretar el papel del pobre príncipe, con un talento bastante notable”. Se quedó en silencio, mirándome con sospecha, se dejó caer en el sillón y soltó un suspiro legendario, al tiempo que me confesaba: “Estoy agotado…”. Una, que además de artista desaprovechada, es madre, le preguntó con su mejor voluntad: “Mucha fiesta anoche, ¿no?” Y el muy vil me contestó: “No, mamá, me agoto de pensar en la vejez que me vas a dar”… No lo sabe él bien.