miércoles, 24 de diciembre de 2014

Egolatrémonos.


Me encuentro a Hugo haciendo caras ante el espejo, así que le pregunto: “¿Qué pasa, cariño?. ¿Intentando ligar con Alicia?”. Sin apartar la vista, me contesta: “Estoy pensando en vivir de mi cara bonita”. La mar de interesada, le digo: “¿Vas a ser modelo?”. Rapidísimamente, me replica: “¡¡¡Noooo, eso implicaría trabajar!!!!. No, a mí me van a pagar los modelos trabajadores para que no les haga la competencia”… Creo que me he pasado potenciando la autoestima de mis hijos…

Lo cierto es que, si el exceso de autoestima es malo, su defecto es peor. Con el primero fastidias a los demás, que tienen que soportarte, pero con el segundo te fastidias tú, que no te soportas. Y eso lo digo con conocimiento de causa: en los dos lados he estado yo, que antes era guapa. Bueno, vale, reconstruyo la frase: “Yo antes sabía producirme (cinematográficamente hablando) para parecer guapa”. Ahora, no sé si ha disminuido mi capacidad de transformación o ha aumentado la grosería ajena. Y es que han intentado  mermarme la confianza en mí misma de la forma más sutil: no me han dicho fea, ¡¡¡me han comparado!!!. Allá que voy yo a cenar con un grupo de amigos de esos enormes que florecen en Navidad, toda peripuesta de brillos y fulgores, autodedicándome poemas de lo monísima que me veo y, en un momento dado, cuando llega la hora de la verdad (de la verdad etílica, quiero decir: cuando el alcohol suelta la lengua y acorta las entendederas), le comenta uno de mis compañeros a la amiga con la que estoy hablando: “Eres la más guapa con diferencia”. Yo, en ese momento, como la quiero y sé que es verdad, sonrío (yo sonrío de corazón, lo prometo, y algún día os contaré la razón, que si lo hago ahora perdéis el hilo de la escena). Siguen los halagos hacia ella y ya no somos tres, hay dos personas más, otra chica y otro chico, que asiente (el muchacho) a cada palabra del adulador quien, envalentonado, se vuelve hacia mí y me suelta: “La verdad es que podrías dedicarte a ser su representante”… ¡¡¡¿Por qué estoy de repente en medio de la ecuación?!!!. ¡¡¡¿Y por qué me eligen a mi como su representante?. ¿Qué pasa?. ¿No puedo aspirar a mi propia carrera de guapa?!!!.. Y no te quedes callada un momentito, como me quedé yo, puesto que los canallas sin filtro se ven impelidos a llenar el silencio explicándote lo que han dicho: “No, si lo digo para que al menos rentabilices el tiempo en el que estás con ella, que nadie te ve”. ¿Qué contestas a eso?. Yo sólo pude balbucear: “El que nadie me pueda ver no llega a ser un problema para tratar de compensarlo. Lo que sí merece rentabilizarse en cantidades  industriales es el hecho de no poder dejar de oír sandeces”.

Las comparaciones son odiosas, sobre todo cuando el que sale perdiendo eres tú, y ese ha sido el caso, pero hay niveles ofensivos y niveles inofensivos. Yo, cada mañana, al irme de casa, saludo a la chica que limpia la escalera de mi edificio. Un día, limpiando el rellano de mi planta, tocó al timbre sin querer, y abrí casi recién levantada. Se disculpó y le dije que no pasaba nada. Al salir para irme a trabajar, volví a encontrármela en el portal y me paró. Me preguntó: “¿Quién es la chica que vive en el sexto”. Creyendo que me estaba vacilando, le contesté con sospecha: “Soy yo”…. Me miró atentamente y me dijo: “No puede ser… ¡¡¡Si tú eres guapa!!!”. Vale, me comparó conmigo misma y salí perdiendo pero es que yo soy esa, la arregladita, muchas más horas al día que el desastre visual que se levanta de mi cama cada madrugada (tempranera que es una). Soy una princesa encantada, soy Fiona antes de decidirse por el lado oscuro: ogro de noche,  noble de día. Mis hadas madrinas tienen nombre lujosos: Chanel, Sephora, Helena Rubinstein… Me habría gustado más ser Lady Halcón, la verdad, pero es que me quedo en pato, que siendo también un ave, me obliga a matizar mucho la analogía y me ha dado pereza.

Hay un momento básico en el que el ser tan maleducado como para comparar puede destrozar el ego de tu pobre víctima: cuando alguien va perfectamente tuneado para la ocasión. El orgullo de los demás no se puede tocar cuando el otro se ha esmerado en su aspecto. Da igual si te gusta o no el resultado. Te callas o alabas a otro individualmente, sin usar a esa persona que ha gastado un esfuerzo en engalanarse como punto de referencia. Esto sólo tiene una excepción: puedes decirle a una madre “Qué hijo tan precioso tienes, nada que ver contigo, ¿eh?”, que no se va a molestar.

Al principio he dicho que “han intentado mermarme la confianza en mí misma” y yo no uso las palabras a la ligera. Lo han intentado pero no es tan fácil. Las lentejuelas, las gasas, las faldas largas, las faldas cortas, los brillos, los tacones imposibles, la sonrisa, son escudos. Yo soy la Reina del Baile y, cuando nadie lo ve así es porque voy de incognito para perfeccionar ese estatus o porque rindo tributo a mejores Reinas que yo. Cualquiera que asista a un evento, al trabajo, a la zapatería o a dar clases de jotas aragonesas, debe ir convencido de que es el Rey/Reina del Baile, y si te comparan o ningunean, sonríe con condescendencia porque en toda Corte hay un Bufón.

P.D. CONSEJO NAVIDEÑO. Una bruja adoptiva me dijo una vez: “Para ir a una fiesta y que nadie te vea, no vayas”… ¡¡¡Sed excesivos!!!. www.youtube.com/watch?v=K8qJn66hhao

jueves, 4 de diciembre de 2014

Tóxicamente correcto


Me advirtió una vez una persona maravillosa: “En nuestra profesión, hay abogados y hay compañeros”. Hoy he tenido que tratar con un grandísimo..........abogado (nótese que son exactamente diez puntos suspensivos, intercambiables por otras tantas letras).

Y no es que me haya apuntado al “donde dije digo, digo diego” y vaya a hacer un post contraviniendo el anterior, dedicándome a hablar de las malas personas. No. Sólo doy un paso más: siempre hay quien se ha decidido por no seguir el instinto primario de bondad y ha hecho un oficio de la mala baba. Y a ese lo voy a poner de vuelta y media.

Hartita estoy de que me digan que tengo que huir de las personas tóxicas. Me planto. Que no. Les voy a dar tanto por saco que las que se van a ir son ellas. Paso de los mantras del tipo “Yo elijo ser feliz”, “Yo merezco respeto”… y voy a esgrimir directamente el “Habla chucho, que no te escucho”.

Conozco a una abogada (otra) que es perfecta, inteligente, guapísima, superestilosa y que irradia ese sublime primor contagiando a su señor esposo y a sus retoños, de un mundo ideal todos ellos. Siempre, siempre sonríe. En su caso no cabe preguntarse si el árbol que cae en medio del bosque ¿hace ruido si nadie lo oye?. A ella sólo le es aplicable la cuestión de si deja de sonreír cuando está sola, ¿ilumina su alegría si nadie la ve?... No la trago. Pero nada. La observo como observo a cualquiera que se esté liando un cigarrillo: sospechando que no es sólo tabaco. Al principio me hacía sentir culpable (ella, no el fumador) porque creía que era una manifestación de la envidia más vil. Pero no, era mi sexto sentido. Tiene gran capacidad para echar por tierra acuerdos complicados y luego decirte cuando le reconvienes por ello, con los ojos hiperabiertos (dejando ver la rana tras la princesa), la mano en la base del cuello y una voz de lo más cantarina: “¡¡¡Ooooh, me sorprende lo que diceees!!!”… Pues ya os aviso de que me lo he apuntado, que voy a usar la frasecita para todos los enfrentamientos gratuitos que me impongan, sin pudor, sin dolor de conciencia, mimetizándome con ese bellezón indigno (voy a tenerla en mi mente mientras lo digo, para acercarme a su maestría), hasta voy a imaginarme su holograma superponiéndose a mi imagen física. Lucharé contra el Mal con el superpoder de mi anti-heroína. Imagináos al cretino de la oficina, ese cuyas pifias pagas tú porque tiene en su poder el mando del ventilador y provoca que las responsabilidades que estaban en su mesa salgan volando lejos de él, derechas a ti. Pensad que estáis ambos ante el jefe, explicando un error. Contad con que el tóxico va a decir que delegó en ti, que te lo encargó a ti, que tú le dijiste que lo harías (cualquier cosa que te impute el delito). En esas circunstancias,  emitir un “eso no es cierto” resulta demasiado blando pero un “¡¡¡Oooohh, me sorprende lo que me diceeees!!!”, maravillosamente sobreactuado, con batida de pestañas, desubica, desconcentra y hace balbucear al más espabilado, y aquel que balbucea pierde credibilidad.

Los trepas, los tóxicos, los manipuladores no se dan por aludidos cuando intentas evitarlos ni se largan porque les hagas un feo, hay que ser sutilmente peor que ellos, con más inteligencia, mayor elegancia y menor crueldad. Porque, desengañaos: esos libritos que te ayudan a sacarlos de tu vida los han escrito ellos para teneros ocupados haciendo ejercicios de buena educación. El único consejo que ofrecen y que serviría es el de alejarse de ellos pero el 99% de las veces no puedes porque implica tu renuncia a un puesto de trabajo, a amigos comunes, a cenas familiares. Sólo hay dos caminos en esos casos. Ignorarlos o hacer que se sientan tan mal contigo que sean ellos los que no quieran saber de ti. Ingeniosamente, sin maldad de la fea: que siempre se sientan a comer al lado tuyo en las reuniones de amigos, pues tú estornudas a intervalos obscenamente próximos, le coges comida de su plato (mucha y paseando el tenedor), sorbes la sopa, le hablas siempre haciendo aspavientos y señalándole con el cuchillo (esto es muy Hitchcock); que te envían continuamente indirectas peyorativas, pues ya sabes, el mencionado “¡Habla chucho, que no te escucho!” o su variante vengativa “¡Espejo, espejo!”…. Reíros, reíros, pero no hay mayores abusones que los niños demoniacos de nuestra infancia y sobrevivimos la mar de bien con esas frasecitas.

Hace poco, recogí a Ariel de una fiesta. Le veía mala cara y le pregunté qué le sucedía. Me contestó: “Lucas se ha comenzado a insultar a todos y a empujar a los más pequeños y aún tengo arcadas”. Extrañada, inquirí : “¿Te ha asustado?. ¿Te has agobiado?”. Me miró con sorna y me contestó: “No, mamá. Ha sido empatía: tratando de entenderlo me he puesto en su lugar y me he dado asco a mí mismo”... Tras un segundo de silencio, añadió: “Así que he ido y le he dicho: 'tío, entiendo que seas tan petardo, por algún sitio ha de salirte la rabia de haberte tocado ser tú'. Creo que aún está pensando qué he querido decir…”. Eso es lo que prometo hacer ahora, atacar tan sibilinamente a los sicarios de la puñalada por la espalda que no puedan ver por dónde llega mi defensa reconvertida en ataque, les administraré de su propia medicina pero con dosis homeopáticas (infinitesimales) que no hay necesidad de descender a sus niveles y, si me descubren y me reprochan mi actitud belicista, siempre puedo recurrir al escudo mágico: “¡¡¡Oooohh, me sorprende lo que me diceeees!!!”…