viernes, 7 de febrero de 2014

En ocasiones veo hijos...


         Creo que mis hijos me llaman “mamá” porque se han olvidado de mi nombre… Te avisan cuando nacen (esas almas nobles y positivas que sólo quieren que disfrutes de tu felicidad) de que en la adolescencia te van a dar guerra… ¡¡¡Ja!!!. Ya me gustaría a mí que me dieran guerra… Lo que me dan son sustos cada vez que los veo: me evitan con tanto éxito y crecen tan deprisa que, al encontrármelos accidentalmente en el pasillo, durante una milésima de segundo, pienso que han entrado malhechores…

         Reconozco que he sido un desastre de madre. Yo he desafiado a esas señoras estupendas que te explican que le das mal el biberón a tu hijo porque la inclinación debe ser dos grados por encima o por debajo de como tú lo haces y, claro, esos dos grados van a parar a la temperatura del líquido, con lo que le creas al bebé un trauma existencial que repercute, de forma directamente proporcional a la cantidad de grados equivocados, en su elección de Big Mac o hamburguesa de la abuela. Mis hijos se han tomado los biberones fríos, ardiendo, casi verticales y totalmente horizontales y cada uno ha hecho una elección distinta: el pequeño prefiere  BigMac y el mayor se come el BigMac, la hamburguesa de la abuela e incluso a la abuela como tarde en hacérsela.

         Más que mala madre, creo que soy innovadora. Yo no coso pero porque he descubierto que con grapas e imperdibles lo arreglo todo y gano tiempo para dedicárselo a mis retoños. No cocino pero contribuyo a la economía mundial: igual pido chino, que mexicano, que italiano, que me subo una paellita del restaurante de la esquina. Considero que eso les da una visión a los niños de la cooperación internacional de gran valía para su formación como personas de honor. Tampoco hago los deberes con ellos (ya me costaba hacer los míos), eso sí, que sirva como atenuante que les recuerdo lo de “¡¡¡Tenéis que estudiar!!!”, periódicamente. Bueno, tres veces al año: después de cada entrega de notas… Es cierto que algún almuerzo estrambótico se han llevado por haber olvidado hacer la compra pero ¿y lo alternativo-glamourosos que han parecido mis hijos tomándose en el recreo un bote de algodón de azúcar azul y una coca-cola de vainilla?. La experiencia no tiene precio.

         Si me escucharan el tiempo suficiente podría explicarles mis razones para el abandono al que les he sometido pero creo que han desarrollado ya el gen masculino que inhabilita el oído de los hombres para percibir la voz de una mujer y que, junto con el gen que les impide entender que las cosas no tienen la capacidad de saber que las estás buscando para obrar en consecuencia y saltarte a la cara cuando abres el cajón, crean un abismo en la convivencia.

         A veces pienso qué sería de mi vida si me hubiese dedicado en cuerpo y alma a ser madre. La verdad es que, con el primero, por eso de la novedad, hasta iba de vez en cuando al colegio y conocí a las otras madres. Disfrutaba viéndolo en los cumpleaños con sus amiguitos, saltando y gritando (y gritando, y gritando…), hiperactivos… Disfrutaba hasta que me acordaba de mi despacho, silencioso, tranquilo… Me preguntaba si Dios consideraría la asistencia a eventos infantiles como la undécima plaga y concluía que, si hubiera escuchado a María (Él es Todopoderoso, podrá bloquear al gen auditivo), habría sido la primera y los egipcios se habrían rendido sin necesidad de las otras diez (por cierto, se nota que era Joven Dios por aquella época. Esas plagas son las típicas de un chavalín gamberro: pestilencia, ranas, insectos, sarpullidos). Luego, miraba alrededor y veía las mismas expresiones en las demás, así que hice grandes y buenísimas amigas con las que organizar cenas y comidas y poder escapar de nuestros descendientes  (eso sí, hablábamos de ellos para acallar la conciencia, pero sólo hasta la segunda copa, que los niños no deben merodear en ambientes etílicos)… Con el pequeño fue como si me hubiera tomado un lexatín vital: ya era una experta, ni la mitad de angustias que con el primero. De hecho, sólo tenía que preocuparme de no dejármelo olvidado en alguna tienda, del poco stress que me producía.

         Cuando eran chiquitines, dentro de la anarquía que reinaba en casa, achuchones, abrazos y besos era lo más abundante. Y además, el “Te quiero”, “Y yo, más”, “Pues yo Buzz”, “¿Buzz?”, “Sí, como Buzz Lightyear. Hasta el infinito y más allá”, corrían a cada momento de unos a otros. Ahora parezco la protagonista de la serie “Miénteme”, me paso el día interpretando el lenguaje gestual de mis hijos porque palabras, pocas. Hemos cambiado el diálogo anterior por: “¿Qué hay de comer?”, “Mamá, no hay comida”, “Tengo hambre”, “¡¡¡¡Otra tienda más!!!!. Conmigo no cuentes”.

         Mi hijo mayor, el heredero, cumplió ayer dieciséis años. En realidad, me alegro de que crezcan porque hacen más bulto y noto antes su presencia. Los cambios de voz me tienen desconcertada y, como la oigo de uvas a peras, siempre es un punto de intriga. Me han dicho que esta fase se pasa, que vuelven a hablarte motu proprio (se escribe así y sin preposición, que lo he mirado), a iniciar una conversación contigo. Como tarde mucho en llegar ese momento, van a tener que presentarnos de nuevo (esto tiene la ventaja de que recordarán mi nombre). Podría aprovechar el tiempo en que soy ignorada para aprender a coser, a cocinar, a hacer ganchillo pero, entonces, cuando vuelvan a mí, no me van a reconocer… He decidido disfrutar de cada pequeña frase que me dirijan, no contestar con ironía (de momento). Los adolescentes son muy sensibles a la ironía ajena (nótese el adjetivo “ajena”), lo descubrí el día en que me dijo Hugo que quería ser controlador aéreo y le indiqué que mucho tendría que estudiar para ordenar el espacio aéreo, teniendo en cuenta que era incapaz de organizar su armario. No sé qué etapa llega después de esta, miedo me da.

         La adolescencia no es complicada porque los niños se vuelvan delincuentes, la adolescencia es complicada porque los niños se vuelven como nosotros, pero como nosotros antes de ser padres. El primogénito me ha pedido la moto. Yo juré y perjuré, incluso cuando la idea de tener un hijo era inminente, que ese niño tendría la moto que a mí se me había negado. Ha llegado la hora y estoy en negociaciones con el Santo Padre de Roma para comprarle el Papa-Movil (pero el de antes, el blindado) y aún me parece poco seguro...

Así que, yendo tan despistada como voy, sólo puedo tratar de entenderles y de que me entiendan (no sé qué es más difícil), aplicar las dos horas más de sabiduría que les llevo de ventaja, tratar de recordar la lógica pre-maternidad para alcanzar el ansiado término medio y apoyarlos para que consigan lo que les hará feliz, poco a poco (primero arreglamos el armario y luego el cielo)…

         Hace un año, tuve esta conversación con Ariel. Yo estaba en el despacho de casa, acabando una demanda complicada y entró el nene, muy agobiado.

Ariel: Mamá, creo que he suspendido Valenciano. He sacado un 4´5 y no sé si me van a aprobar.

Yo: ¿Me prometes que te vas a esforzar más la próxima evaluación?.

Ariel: Claro, no me gusta suspender.

Yo: Pues, entonces, cariño, problema arreglado.

Ariel: ….. ¿Ya está?. Te digo que suspendo una asignatura, me preguntas si me voy a esforzar más, te digo que sí ¿y me crees?. Ni un castigo, ni un rapapolvo…. ¡¡¡Sólo esa birria de respuesta!!!....

Yo: Ari, estoy acabando un trabajo, te conozco y sé que lo que me has dicho es lo que vas a hacer. No hay que darle más vueltas. Yo confío en ti.

Se quedó pensativo un momento lo suficientemente largo para que casi me olvidara de que estaba allí. Yo me sentía más que orgullosa de haber sacado tiempo para demostrarle que creía en él. Entonces me dijo, arrancándome de mi ensueño: “Mami, no creo que deje demasiadas veces a mis hijos a tu cuidado…”.




Página de Facebook: Red Carpet by Cristina Birlanga.

        

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