El tiempo prudencial que debo dejar
entre una ruptura sentimental y aceptar una nueva cita son 3 kilos… que es
exactamente lo que me engorda a mí eso de tener novio: por acompañar, empiezo a
comer como las personas normales, a su hora y sin perdonar cenas y ya la hemos
liado.
Es una medida fantástica porque
consigo desintoxicarme, no sólo físicamente, sino mentalmente. Y falta me hace:
entre el calor (que me abotarga) y el ajuste de vida, tengo la cabeza que no sé
si necesito un descanso o un exorcismo. Y mucho me temo que esta vez me voy a
quedar hecha una sílfide (nota para los adictos al móvil: “sílfide”, que no “selfie”)
porque el verano es un horror para lucirme: la sinceridad física no va conmigo,
os lo digo ya. Yo soy más de engañar a la vista ajena, de disimular defectos pero,
en época estival, los tirantitos y los pantalones cortos no dejan mucho margen
de maniobra al encubrimiento, así que hago malabares para ajustar las modas a mis
necesidades. Me encantaría ser de esas personas que se cortan el pelo para ir
más cómodas, o de esas que se ponen cualquier cosa por ir fresquitas. Olé por
ellas. Yo no. Yo parafraseo a Steve Jobs cada mañana y me digo “Si este fuera
el último día de tu vida, ¿te gustaría llevar puesto lo que vistes ahora?” Y si
la respuesta es no, me cambio. ¿Superficial? Puede. ¿Y qué?
Venga, lo voy a confesar: tengo
inseguridades. En este siglo XXI, en el que tienes que estar todo el día
haciendo coaching sobre ti misma, desafiando al mundo, mostrando y alardeando de tus
cicatrices, yo me tapo… pero me tapo con seda, lentejuelas y gasas. Soy insegura con mi aspecto físico en su
estado natural. También confieso que me importa un bledo mientras pueda
producirme hasta el punto de sentirme bien con mi imagen. ¿Qué eso es
artificial? Pues no sé yo porque, teniendo en cuenta que paso muchas más horas
al día peinada, maquillada y vestida para la ocasión, creo que ello me
identifica más que mi estado salvaje, con ojeras, rojeces, y desproporciones
varias. Y tengo el doble de imperfecciones morales. Hacéos una idea de lo
desastre que soy. Para mí, la gran aportación de Einstein al mundo fue el haber
suspendido matemáticas. Oye, a mí eso me da una tranquilidad... ¿Que fallo en
algo?, bueno, hasta un genio lo hizo. Y además, el genio que dijo que todo es
relativo, lo cual también me viene bien.
La tiranía de la superación es muy
peligrosa. Entre darte cuenta de tus fallas, localizarlas, asumirlas, aceptarlas,
etc, etc., se te pasa media vida. Y existe tiranía cuando quieres cambiar cada defecto.
Deberíamos limitarnos a mejorar aquello que te impide relacionarte de una forma
sana con los demás pero hay vicios a los que le tengo mucho cariño. Hay cosas
en mí que no son del todo correctas pero que no puedo cambiar (básicamente,
porque no me da la gana). Moriré siendo vanidosa, tenderé a ser charlatana
siempre, tendré veinte opiniones distintas para cualquier cosa toda mi vida, me
alterarán los pesimistas eternamente, procrastinaré hasta el último día del
plazo, preguntaré veinte veces lo mismo esperando una respuesta distinta pero
me desesperaré cuando me lo hagan a mí, seré caótica y desordenada hasta que no
pueda moverme (y entonces seguiré siéndolo pero no ejerceré por imposibilidad
manifiesta). ¿Quién quiere ser perfecta pudiendo ser impredecible? Y os aseguro
que lo perfecto es previsible: solo hay una forma de hacer las cosas
impecablemente bien pero hay mil maneras de meter la pata. El día que
alcancemos la perfección, se morirá la sorpresa, que es mi emoción favorita.
En fin, os advierto que ya he perdido
dos kilos y medio y que, últimamente, los chicos me invitan a salir a diario: es entrar en cualquier
habitación y oír una voz apasionada: “¡Mamá, sal!”… Y una, que necesita poca
excusa, se va a la calle, desterrada de su hogar, alardeando de lo calamidad
que es, a retomar amistades y a medio kilo de ponerse a tontear.
P.D.: La imperfección plebeya (yo) rodeada de la aristocrática imperfección, que hasta en esto hay clases y estas chicas tienen mucha…