Yo solía mandar en mi
casa y mi palabra era Ley. Ahora lo único que ordeno son armarios y, aunque mi
palabra sigue siendo ley, es Ley de Murphy: se ríen de ella descaradamente. Así
que, haciendo alarde de autoridad, retrotraje este fin de semana el cambio de
temporada que inicié en Abril del 2013 en mis roperos y que nunca acabo porque
las estaciones se suceden más rápido que mis leves momentos de ama de casa y
descubrí lo rara que es mi ropa, pero tengo un motivo: yo no me compro un
vestido para las ocasiones especiales. Yo me compro vestidos especiales y creo
las ocasiones. Así me encuentro a veces: en la panadería toda puesta de lentejuelas.
Y no se hunde el mundo, no pasa nada. Esa soy yo, la que a veces se me olvida
que soy. Y es que iba un poco despistada: estaba tan obcecada en “estar” bien
que se me olvidó “ser” y, por regla general, soy mejor que estoy.
Hace poco, mi amiga
Mariló me dijo que yo era de esas personas que no tienen miedo de salir de su
zona de confort. Se equivoca. A ver, yo estoy en mi zona de confort, tumbada en
el sofá, tan tranquilita con mi libro y mi red bull y, de repente, al muy
canalla le da por atacarme con un muelle que me lanza al otro lado de la
habitación. No es que yo decida salir, es que me echan. Y paso de estar tumbada
a ir dando tumbos… A mí que no me vendan la moto: salir de la zona de confort
es de idiotas (su propio nombre lo indica: confort) pero peor aún es querer
volver a acostarte en un sofá que ya no sirve. Y así he estado yo estos meses
de sequía de ”posts”, desubicada porque miraba alrededor y todo estaba a un
tris de cambiar, pero no acababa de pasar. Todos conocéis esa sensación de que
los problemas vienen juntos los malditos, de la mano y cantando fuerte, que tú
los ves venir pero te acorralan (y nunca mejor dicho: te “acorralan” porque al
principio te sientes un poco gallina ante ellos). A mí me produjo un estado un
pelín catatónico, dejaba transcurrir el tiempo a la espera de acontecimientos.
Eso acabó un día en que mi hijo pequeño me dijo: "Mamá, te veo un poco
etérea últimamente”. Y yo, más que contenta, le contesté: “¡Anda, qué
bonito!... Así como Galadriel, como un hada, como las diosas…”. Naturalmente,
me aclaró: “No, mamá, no. Más bien como el elemento químico: anestesias de lo
sosa que estás”. Ese mismo día me puse a escuchar rancheras de las peleonas, me
compré cantidades ingentes de chuches para llevar al despacho, arrasé en la
tienda gourmet del Corte Ingles con los manjares más estrambóticos, me subí a
mis tacones más altos y me dediqué a sacar a pasear a la cruel animadora rubia
americana que llevo dentro para que le plante cara a esos problemas, porque la
única forma de sobrevivir a situaciones que no controlas tú, que no dependen
de ti, es hacer chistes negros de sus consecuencias. Ya no me marean las
circunstancias, ya no estoy pendiente de la realidad que cambia, ahora me fijo
en mí, yo soy mi constante, aunque lo que quiera y lo que no, mis filias y mis
fobias, cambien a cada momento, porque es mi forma de querer, de odiar, de
ignorar, lo que permanece, lo que es inmutable (y quiero, odio e ignoro rozando
la perfección, se me da fenomenal). Yo soy egoísta por el bien de la Humanidad,
el mundo (mi mundo) es más feliz cuando me miro orgullosa el ombligo porque las
emociones se contagian.
Y, además, guardo un as
en la manga que, si todo lo demás falla, aparece: yo tengo un Don (y no me
refiero a un mafioso italiano que paga todos mis caprichos). No. Me refiero a
un Don Divino, de esos que los tienes y son superpoderes que hacen que la vida
sea más fácil: yo soy capaz de conseguir que personas valiosas me aprecien. Hay
quien vive mejor de lo que puede permitirse, pues yo tengo amigos por encima de
mis posibilidades. Vosotros sabéis que mucha gente lleva estampitas de Santos
en el bolsillo cuando necesita tanta fortuna que ha de encomendarse a un ser
superior, ¿no?. Pues yo llevo las tarjetas de visitas de mis amigos… Cuando voy
a tener un día difícil, sólo he de pensar en qué harían ellos en mi lugar y me
sale de lujo el desafío.
Ahora que me acuerdo de quien
soy, esa que cuando la niego espera impaciente dando golpecitos con el pie para
apartar a la gris y resurgir, la que se cree que puede brillar, que está
convencida de que se mueve a cámara lenta en un anuncio perpetuo, la que se cae
literalmente una vez por mes porque siempre llega tarde y va corriendo, la que
tiene que llamar a su madre cuando, coincidiendo con algún eclipse de sol,
necesita un cazo y no tiene ni idea de dónde están en su propia casa, ahora que
tengo claro que ese es, al menos, mi yo favorito (no es el mejor, ya os lo
digo, pero es el que me hace sonreir), voy a cultivarlo, a mimarlo y, si los
problemas van llegando, mutando o bailando una sardana, voy a convertirlos en
pasaportes para transformar mi vida en otra más parecida a mí, más compatible.
Y, cuando no pueda más, cuando crea que corro el riesgo de olvidarme, repetiré como un mantra los versos de Ajo:
Ayer me pilló Hugo
haciendo aspavientos mientras escuchaba Nessum
Dorma (yo paso de las rancheras a las arias con absoluta impunidad), así que me preguntó: “Mamá, ¿estás bailando ópera?” Naturalmente, le
contesté que no, que lo que yo hacía era “interpretar el papel del pobre
príncipe, con un talento bastante notable”. Se quedó en silencio, mirándome con sospecha, se dejó caer en el
sillón y soltó un suspiro legendario, al tiempo que me confesaba: “Estoy agotado…”.
Una, que además de artista desaprovechada, es madre, le preguntó con su mejor
voluntad: “Mucha fiesta anoche, ¿no?” Y el muy vil me contestó: “No, mamá, me
agoto de pensar en la vejez que me vas a dar”… No lo sabe él bien.